En aquella fría noche de invierno, en aquel Londres victoriano, Stephan, se dispuso a salir a buscar algo de comer. Él era un gato callejero que vivía buscándose la vida del modo en el que podía, era un reflejo claro de lo que ocurría en aquella oscura ciudad. Unos pocos tenían los recursos, y el resto malvivían, sin tener en consideración al resto. Stephan comenzó a caminar entre aquellos tejados, buscando alguna ventana abierta o algún montón de basura donde encontrar algo que comer. Por suerte para él, no muy lejos de su guarida había una ventana abierta, en cuyo quicio había una cesta de arenques frescos, que seguramente estarían a punto de ser ahumados. Agarró un par de ellos con la boca, cuando observo que un cuchillo se dirigía volando hacia él, aunque por suerte pudo escapar y huyó de allí a toda prisa.
En cuanto regresó a los tejados, comenzó a andar más tranquilo y feliz, pues aquel día había encontrado comida, y llevaba algunos días sin comer nada. Pero su tranquilidad se truncó justo antes de llegar a su guarida, pues escuchó el ladrido de unos perros, y los aullidos de dolor de una joven gata. Vio que dos perros estaban atacando a una gatita, así que sin pensarlo soltó los arenques que tenía en la boca, y saltó sobre aquellos perros. Forcejeó con ellos, los arañó, e incluso consiguió lograr que se fuesen de aquel lugar. Estaba dolorido, su pata sangraba a causa de un bocado que uno de aquellos perros le había dado, y se acercó como pudo a aquella gatita, que se encontraba inconsciente a causa de sus heridas y del miedo que había pasado. Stephan golpeó con suavidad a aquella gata, con la intención de ver si despertaba, pero no despertó. Estaba pensando en que hacer, pero al escuchar de nuevo como se acercaban unos ladridos, cogió a aquella gata con la boca, y dificultosamente logró subir a los tejados, y la llevó a su guarida. La dejó acurrucada en una pequeña cama hecha de hojas marchitas, y regresó a por los arenques.
Llegó exhausto, en gran parte por el dolor que sentía en su pierna, sentía como si aquella herida estuviese ardiendo. Así que al regresar con los arenques, los dejó en el suelo, y lamió las heridas de aquella gatita para limpiarlas, y después cayó presa del cansancio. Durmió hasta la noche, y despertó tras un fuerte estruendo, probablemente a causa de un disparo. Al despertarse lo primero que hizo fue asegurarse de que aquella gatita estuviese allí. Estuvo un buen rato mirándola, viendo como respiraba, no podía dejar de mirar a aquella gatita. Al cabo de un rato se acercó, y comprobó que aquella gatita tenía un colgante, que estaba en muy mal estado, lo que mostraba que la habían abandonado tiempo antes. En aquel colgante se leía un nombre, Ana.
Stephan dejó que Ana siguiese descansando, y él fue a buscar algunas hojas empapadas, que puso sobre las heridas de Ana. Al poner las hojas sobre las heridas de Ana, aquella gatita reaccionó, abriendo tímidamente los ojos, y retirándose asustada. Stephan se acercó a ella, y le acarició el lomo con la cabeza, lo que reconfortó a Ana, que se sentía muy dolorida a causa de sus heridas. Stephan le entregó los arenques que había cogido, y Ana comió uno, pero se percató de que Stephan no había comido, y le acercó el segundo arenque con la cabeza. Stephan no quería comer, pero terminó sucumbiendo, ante el hambre y la insistencia de Ana. Era tarde, pero habían dormido todo el día a causa de sus heridas, por lo que pasaron la noche contemplando aquella oscura ciudad desde lo alto de uno de los tejados cercanos, mientras que Ana tenía su cabeza apoyada en el lomo de Stephan. De vez en cuando Stephan quitaba aquellas hojas que había puesto en las heridas de Ana, y las lamía, para evitar que se infectaran.
Después de aquella noche Ana y Stephan continuaron juntos, y él no permitió que ella hiciese ningún tipo de esfuerzo, pues temía que aquellas heridas no sanasen. Todo les iba fenomenal y solían pasar muchas noches como aquella, aunque en vez de lamer sus heridas, Stephan le mordía el hocico en señal de amor. Hasta que un día, después de ir a buscar algo de comer, al regresar descubrieron que aquella guarida donde tantas noches habían pasado. Aquel edificio había sido dinamitado, y con aquel edificio se había dinamitado el único lugar de Londres donde podían estar sin que nadie les molestara o atacara. Aquello supuso un duro golpe para aquella pareja, un golpe que lejos de separarlos los había unido más, se vieron unidos frente al dolor.
No sabían donde ir, así que comenzaron a deambular por aquella oscura ciudad, buscando algún lugar donde poder quedarse, donde poder crear su nuevo hogar. Caminaron durante el día, y caminaron durante la noche, buscando sin resultado aquello que anhelaban, pero no lo encontraron, porque el destino así lo dispuso. Un día, mientras comían unos trozos de pan, que un niño les había dado, escucharon unos ladridos, que parecían venir desde la lejanía, por lo que no se asustaron. Pero antes de que terminasen de comer aquel pan, un gran perro se había colocado frente a ellos, era un perro colosal, que parecía venido del mismo infierno.
Antes de que pudiesen reaccionar, aquel perro avanzó con idea de atacar a Ana, y justo en el momento que las fauces de aquel cánido atrapasen a Ana, Stephan saltó, poniéndose entre ambos, y recibiendo él el mordisco. Cayó inconsciente al instante, pero por suerte antes de dar el segundo bocado llegó el dueño de aquel perro, y se lo llevó. Ana estaba horrorizada, creía que Stephan había muerto, pero se dio cuenta de que estaba vivo cuando se acercó un poco y vio su respiración. Cogió a Stephan del cuello con su boca, y lo condujo a un edificio abandona, que se encontraba cerca de allí, y donde habían pasado la noche anterior. La herida de Stephan no era demasiado grave, y por suerte la fina lluvia de Londres, hizo que la herida se limpiase. Cuando llegó al edificio descansó un momento, pues él era más pesado que ella, y tras esa pequeña pausa lo subió a la azotea de aquel edificio, una azotea desde donde se veía todo Londres.
Lo dejó allí, y fue en busca de algunas hojas para tapar su herida, pero no encontró hojas, solamente un pañuelo de seda, que arrastró hasta el lugar donde estaba Stephan, y lo puso sobre su herida. Él continuaba inconsciente, y solamente reaccionó después de que ella acariciase su lomo con su cabeza. Abrió los ojos, pero estaba demasiado dolorido y agotado como para poder moverse, así que no se movió, y continuó tumbado en el suelo. Ana estaba destrozada por ver el estado en el que se encontraba Stephan, así que puso su cabeza en el lomo de aquel gato, y de sus ojos comenzaron a caer unas finas lágrimas. La lluvia arreció y comenzó una fuerte tormenta que sumió a Londres en la oscuridad. Una oscuridad solamente rasgada por unos blanquecinos y relucientes rayos.
Ana, lejos de estar asustada por aquella tormenta, estaba asustada y preocupada por Stephan, ella solamente quería pasar el resto de su vida con él, solamente quería pasar el resto de la eternidad junto a él. Estaba pensando en aquello, deseándolo con todas sus fuerzas mientras que lloraba junto al cuerpo de Stephan, que había vuelto a quedar inconsciente. Y entonces pensó que desearía que ambos fuesen pájaros, que pudiesen volar lejos de cualquier amenaza, y de ese modo ellos estarían a salvo. Deseó aquello con tal fuerza, que el destino hizo caer sobre ellos un rayo. Cuando abrieron de nuevo los ojos comprobaron que ya no eran gatos, sino que ahora eran dos fénix.
Y fue entonces cuando se alejaron volando por encima del Old Bailey, por encima de las nubes, y de este modo volaron a la eternidad sin más testigo que la luna y el amor.
De Ana a Stephan, porque ni el destino podrá deteneos.
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